Oscar Amaya Armijo
El odio está incubado, lo incubó la oligarquía. Es el odio de una minoría contra una mayoría, es sordo y frio como el dinero robado.
Hoy el desprecio, en Honduras, es tan común como las piedras. Aquí la mayoría desprecia al ejército y la policía, desde que se convirtieron en brazos armados de la oligarquía extranjera, también despreciada con inusitado ahínco.
Los vándalos que dirigen el Congreso Nacional legislaron para que el odio destilara sangre desde la punta de un tolete, desde la bala asesina taladrando un cráneo.
Se acumula el odio en la sonrisa obscura del Poder ejecutivo; babean sangre sus sabuesos vestidos de sicarios. La muerte merodea la poltrona presidencial.
Comienza a apestar a sangre en las mugrientas paredes de la Corte Suprema de Justicia, porque allí los jueces venales se aliaron con el bandidaje, con los expoliadores de ayer y de hoy.
No es un odio nuevo, es tan viejo como la picota de Comayagua; apareció desde que unos bandidos, siglos atrás, comenzaron a descuartizar indígenas y despojarlos de sus tierras. Lempira entonces, no fue un hijo del infortunio, sino víctima del holocausto. Desde entonces, el odio hecho raíces aquí, es hijo de la propiedad privada…
El odio lo genera, también, la ganancia que obtienen las diez familias que se apoderan de los bienes materiales que producen millones de hondureños. Es un odio que nace en el vendaval de la lucha de clases.
Muchas veces la generación de este odio no es comprendido por los intelectuales orgánicos, y no digamos por aquellos domadores de vacas metidos a diputados. Entonces, buscan chivos expiatorios entre quienes proponen la equidad y la inclusión para la convivencia pacífica. Esto fomenta muerte y dolor.
Hoy se asiste, irremediablemente, a una explosión del odio de clase que terminará con todos, oligarcas o no. Los Muertos serán velados en las mullidas mansiones de las Lomas del Guijarro como en las destartaladas cuarterías de la Divino Paraíso. Estas aseveraciones no son apocalípticas, son productos de la dinámica social de un sistema económico basado en las prácticas neoliberales del capitalismo actual.
El odio, aunque los ilusos crean que es ficción, actualmente se traduce en represión indiscriminada y brutal: es la lucha armada de la oligarquía contra un pueblo desarmado.
No obstante, más tarde, la promoción oligárquica del odio, se revertirá contra sus promotores, cuando el accionar pacifico del pueblo se convierta en insurreccional popular.
Será la época en que la violencia se desborde y no habrá Cardenal alguno que detenga la sangría y ore por los muertos.
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