Mario Roberto Morales
Breve diatriba contra los convencidos: esos ilusos que habitan
en los torvos senderos de “la verdad”.
Resulta de lo más entretenido observar el comportamiento de los convencidos; de los que están tan seguros de sus verdades que se ríen de los demás por considerarlos tontos, errados, perdedores. Y es divertido porque nada hay peor que las convicciones sólidas, en vista de que su solidez es sólo ideológica y por ello inconsistente, lo cual las convierte en creencias que la ignorancia transforma en falsas certezas sin posible refutación.
Lo divertido de observar a personas cuyas creencias son inamovibles porque no admiten la inquietante grieta de la duda, brota de la contradicción que se hace evidente en su conducta cuando la fuerte seguridad de su certeza contrasta con la chatura de su argumentación. De inmediato se da uno cuenta de que trata con ignorantes cándidos, con tontos medio ilustrados que carecen de las luces necesarias para darse cuenta de lo que les falta saber, encandilados como se hallan por lo poco que han ido averiguando.
Más divertido resulta aún observar cómo la soberbia “intelectual” y “espiritual” se desborda por las costuras rotas de la “humildad” de “cultores” y “guías espirituales”, politicastros y biempensantes en general, cuando pontifican sobre la paz, la justicia, la democracia, el Bien, Dios, el prójimo y otras nebulosas de esas que flotan en sus afiebradas mentes y que constituyen los únicos contenidos que sus neuronas embotadas son capaces de retener.
Dice Cioran en sus Silogismos de la amargura: “Si creyera en Dios mi fatuidad no tendría límites: me pasearía desnudo por la calles…” Sustituyamos la palabra Dios por cualquiera otra que denote valores supra históricos como los mencionados antes (paz, justicia, democracia, Bien, etc.) y tratemos de comprender que la creencia ciega nos otorga un pasaje directo a la vanidad, al orgullo y la arrogancia típicos de quien lejos de dudar cree, y quien lejos de saber y comprender sigue creyendo en las certezas que le brinda su creencia.
La soberbia intelectual y espiritual es atributo de ignorantes. No estoy hablando de la fe consciente, sino de la certeza pueril que a quien la cree le resulta irrefutable porque desconoce las posibilidades que existen de contradecirla. Este es el sentido de aquella frase del flotante Hamlet: “Hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que sueña tu filosofía, Horacio.” Y hay que ver cómo abundan los Horacios shakesperianos, así como los fallidos émulos de Hamlet.
El conocimiento basado en la capacidad de análisis (descomposición del todo en las partes que lo constituyen) y síntesis (recomposición de las partes en un todo que explica esa totalidad) nunca se convierte en creencia porque el análisis nos enseña que nada es estable y que todo adquiere sentido sólo en relación con los cambiantes fenómenos que lo hacen posible. La creencia pisotea el análisis y disfraza el discurso dogmático de proceso analítico. De aquí que la dificultad de sacar a un convencido de su pequeñez intelectual resida en su ignorancia, la cual no le permite ver en la refutación más que una amenaza a su creencia: a su integridad de ser superfluo e inconsistente.
La humildad de Cioran surge de su lucidez despiadada. Y su arrogancia, del poder pulverizador de mitos que tiene esa lucidez. Quizá quepa entonces afirmar que hay una soberbia intelectual asentada en el conocimiento y otra en la ignorancia. Ambas constituyen una debilidad del espíritu. Pero si hubiera que escoger entre dos males el menor, quizá convendría quedarse con la lucidez y no con la creencia. ¿No creen?
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